Sin nada
La fábrica de sandalias donde Gabriel trabajaba despidió a la tercera parte del personal. Gabriel zafó. No sabría que hacer en caso de que lo echen. Aunque más tarde se les redujo el salario a los empleados que quedaban. Finalmente llegó un momento que esa fábrica cerró definitivamente. Las ventas se redujeron casi a la mitad de lo que era en años anteriores. A la vez que constantemente le aumentaban las materias primas, impuestos y otros gastos como reparación de máquinas, caños, mangueras o tanques que cada tanto había que arreglar. Esas sandalias tampoco podían competir en precio con las importadas.
Gabriel había trabajado allí más de quince años. Le faltaban dos para llegar a los cincuenta.
Se mantuvo un tiempo viviendo con algunos ahorros que tenía sumado al dinero de la idemnización. También vendió la moto y el lavarropa. Ahora no necesitaba viajar tanto. Si lo hacía lo haría en transporte público. Y las pocas cosas que lavaba podía hacerlo a mano.
Vivía sólo en un departamento.
Preguntaba a vecinos o conocidos si sabían de un trabajo y la respuesta siempre era negativa. Sumado al "apenas sepa te aviso". Lo mismo ocurría cuando preguntaba en los negocios del barrio.
Gabriel estaba angustiado. No sabía como seguir. Le daba vergüenza pedirle dinero a familiares. Gabriel tenía dos hermanos. Era el mediano. Entre los tres se llevaban seis años. Aunque hace tiempo que no se veían. Sólo se saludaban por whatsapp para los cumpleaños.
Hace mucho también había estado en pareja con Sebastián. Un chico que trabajaba en una pizzería ubicada a tres cuadras de su casa donde solía comprar los domingos a la noche. Prefería ir en persona así salía un poco. Desde el día que lo vio en la caja sintió una fuerte atracción por aquel.
Después de tres años Sebastián dejó de verlo a Gabriel. Este le dijo que su padre estaba enfermo y debía irse a Misiones sin saber cuando regresaría. Luego Gabriel se cansó de llamarlo y mandarle whatsapp sin que Sebastián responda.
Primero lo extrañaba. Después se acostumbro a estar solo. Aunque jamás dejó de recordarlo. A esa pizzería no volvió a ir.
Gabriel ahora se sentía aterrado al pensar que a este ritmo acabaría viviendo en la calle. Sacó un crédito. Aunque no tenía idea de cuando y como lo pagaría.
De a poco iba dejando de comprar ciertos cortes de carne, frutas, verduras y medicamentos. Meses más tarde empezaba a deber expensas y ABL. Al siguiente no pago el alquiler. Le rogó al dueño que lo aguantara un tiempo.
Cada tanto hablaba con algún vecino sobre cuestiones ligadas a la política, fútbol sumado a cosas que pasaban en la cuadra como robos, choques, cortes de luz, etc. No se animaba a entablar charlas demasiado profundas.
Un domingo Gabriel fue a almorzar a la casa de Estela, su madre. Iba casi todos los fines de semana. Depende la hora ella le preparaba torta, empanadas o ravioles. A pesar de promediar las siete décadas Estela seguía trabajando como costurera. Lo hacía en su domicilio. Vivía acompañada de un perro que había encontrado abandonado en la calle.
Gabriel tomó el colectivo. Al subir se encontró con un estante lleno botellas de agua, jugos, bebidas, sándwiches, empanadas, frutas y dulces. Había varias personas que le decían que se sirviera lo que deseara. Le preguntaban como se siente, si está cansado, si tiene frío o calor. Notó que las ventanillas se hallaban tapadas con cortinas. Del techo sobresalían luces de todos los colores. No había asientos. Solo un par de banquitos. Y detrás había varias camas que terminaban con un baño. Aquellos tripulantes también le avisaron que podía ducharse, lavarse los dientes y acostare en alguna de esas camas. Después de comer Gabriel procedió a hacerlo. Ya acostado levantó una cortina y comprobó que era de noche. Se durmió.
Tiempo después la luz del sol que pasaba el vidrio y le pegaba en la cara lo despertó. Preguntó la hora. Una señora le dijo que faltaban 20 minutos para las doce.
Se acercó un muchacho. Le dio a elegir entre bajarse o quedarse a vivir para siempre allí. Tenía una hora para decidirse.
Gabriel primero dudó. Pensaba en su madre. Se angustiaba al pensar que todavía lo estaba esperando para almorzar. Tampoco podía borrar de la mente a Sebastián. En ese colectivo no había señal telefónica. Ninguno de los tripulantes tenía celular. Estaba aislado del mundo exterior.
No dejaba de extrañar épocas pasadas. Cuando en la primaria su madre lo llevaba a la escuela, lo ayudaba con las materias o lo cuidaba cuando de enfermaba. Los veranos que fue a San Bernardo con sus hermanos y algunos amigos de ellos. El viaje a Córdoba con toda su familia antes de que su padre se peleara y se fuera. La vez que un amigo le enseñó a manejar la moto. El palo que se dio una noche cuando agarró un pozo y su moto se le cayó encima. O los inolvidables momentos que pasó junto a Sebastián. Sumado a las salidas a teatros, parques, bares o boliches que hicieron juntos.
Sin embargo eligió la segunda opción. Decidió quedarse en ese colectivo dejando atrás la delicada situación por la que se hallaba. Miedo, incertidumbre, deudas y alimentos o remedios que ya no podía comprar.